Don Remigio fue, al final de la década de los años cincuenta, director del instituto de la calle Gaona de Málaga, en el que impartía la asignatura de Ciencias Naturales.
Se encargaba además, por propia iniciativa, de hacer las suplencias cuando faltaba algún colega suyo, así como vigilar, con extremado celo y eficacia, que funcionase todo en el centro de forma correcta, desde el servicio de limpieza, hasta el agua en los lavabos.
Don Remigio era por tanto - en aquellos años de penuria - una persona excepcional, que daba al Ministerio de Educación mucho más de lo que de este recibía.
Mediana estatura, pelo canoso y ralo y una voz chillona cuando se exasperaba, lo que no obstante llamaba más la atención en él eran sus orejas, que al ser grandes y carecer casi de cabello en su cabeza, sobresalían de esta en forma ostensible.
Por tales apéndices y porque debido a sus múltiples ocupaciones siempre iba corriendo por los pasillos y patios del instituto, los estudiantes le habían bautizado como “la liebre”, alias por el que todos le conocía.
Como antes dije, su asignatura “oficial” era la de ciencias naturales, que enseñaba en un aula de la primera planta del edificio, cuyas paredes estaban cubiertas de ejemplares disecados de mamíferos, aves y peces, al parecer solo para dar ambiente ya que jamás se usaba ninguno de ellos en explicaciones prácticas.
Estábamos en el tercer curso de bachillerato y aquellos días estudiábamos la cristalográfica y sus figuras poliédricas, por lo que al objeto de entender tan árido tema, disponíamos de una colección de estas figuras en madera, para hacer en ellas las necesarias explicaciones.
Aún no sé por qué, ni posiblemente lo sepa nunca, pero desde su inicio, el estudio de los sólidos poliédricos atrajo mi atención y lo que a mis condiscípulos costaba esfuerzos infinitos entender yo lo captaba enseguida, por lo que me pasaba el tiempo de los recreos presumiendo más que un pavo real, mientras contestaba sus preguntas.
Un día - con la clase ya empezada - estábamos de tertulia cuando entró en ella - corriendo como siempre - “la liebre” y al ser mi voz la que más se destacada del grupo, tras lograr el silencio, me hizo subir a la tarima con intención de hacer un escarmiento ante los demás.
Con deliberada parsimonia, Don Remigio extrajo del armario la bandeja que contenía los sólidos poliédricos y luego con irónica sonrisa dijo.- Puesto que tienes tantas ganas de hablar, quiero que nos expliques las características de esta figura...
Y mientras hablaba, deslizó su mano hacia la bandeja y como si fuese por casualidad, cogió de ella la que, por su dificultad, era el terror de todos los estudiantes; el hexaquisoctaedro.
En medio de un silencio total, tomé de manos de Don Remigio el cuerpo geométrico y con seguridad empecé a disertar sobre su estructura: Los 48 triángulos escalenos que lo formaban, el punto de corte de sus ejes, las 72 aristas y el orden de los 26 vértices...
Desde la mesa, “la liebre” me miraba desconcertado, pues lo que él había previsto como castigo, se había convertido de forma incomprensible en todo lo contrario.
Cuando al final, ante la expectación general concluí sin haber cometido ningún error, en el paroxismo de la confianza hacia mi mismo, pregunté: -Don Remigio, ¿Quieres usted que coja otra...?
Nuestro hombre, sin mirarme siquiera, me mandó sentar y al poco rato salió del aula – corriendo de nuevo - para atender alguna de sus muchas ocupaciones.
Dicen que en la vida, todos los cretinos tienen alguna vez su minuto de gloria.
Yo pienso – querido lector –que sin duda, ese fue el mio...
J.M. Hidalgo