Don Luis Romero era, a inicios de los años sesenta, Jefe de Estudios del instituto de la calle Gaona de Málaga. No llegaba a medir más allá de un metro sesenta de altura, pero pese a ello tenía un carácter fuerte con los alumnos, que le llamaban - al alimón - “el Pichi” o el “Pegaso” según partidarios de una u otra denominación.
El alias de “Pichi”, no tenía clara su etimología, pues algunos sostenían que era debido a que caminaba - en un intento de aparentar más altura - tieso como el personaje del chotis de “las Leandras”; “Pichi, el chulo que castiga...” mientras otros opinaban que su pose recordaba a un petirrojo insectívoro de pintureros andares, que en mi tierra se le conoce con el nombre de “pichi”.
Siempre fui partidario de la denominación, de “el Pegaso”, apodo este debido, a que cuando reconvenía a algún alumno, entre frase y frase dejaba escapar un ruido que recordaba - con bastante exactitud - el producido al frenar un camión. - “Si vuelves a hacer eso...psssss…te fulmino…” era una de sus más preciadas expresiones.
No era de carácter - como antes mencioné - de lo que estaba falto nuestro hombre, aunque, como decía Don Fulgencio el director “Toda su fuerza se le iba por la boca...”. Frase esta que, pronunciada con frecuencia en público, despertaba el pitorreo general del alumnado, ya que era precisamente la expulsión de aire al hablar, lo que le había valido a Don Luis, uno de sus dos apelativos.
No obstante, el carácter de nuestro hombre quedaba, primero frenado y después anulado, en presencia de su esposa Margarita. Quiero decir, - naturalmente - “Doña Margarita”, funcionaria del cuerpo administrativo del Ministerio de Enseñanza y secretaria del centro docente, que tenía en posición de firmes desde el director, al último alumno, pasando naturalmente por su esposo, usando para ello de un mal carácter permanente, que le daba aire de preceptora del siglo XIX.
Doña Margarita – al margen de su talante - era sin dudarlo una experta total en pólizas, instancias, recursos y otras historias, entonces de fundamental valor, con las que ejercía su influencia en el instituto y en su presencia, el aire que Don Luis expelía con cada vocablo, perdía en escasos segundos casi todo su gas.
Nuestro hombre, seguía siempre los dictados que su esposa marcaba en lo administrativo y docente, y por supuesto en lo personal, de forma que antes de tomar esta o aquella resolución, consultaba con la vista el gesto de aprobación o repudio de su costilla, a la que jamás osaba contrariar en público y - por lo columbrado - aún menos en privado.
Un día con ocasión de una celebración docente y como cierre del acto, estaba previsto cantar – a instancias de Don Luis - el “Gaudeamus Igitur”, himno universal de los estudiantes, cuya letra casi nadie conoce, por lo que aunque sus primeras estrofas todos corean, al final del epinicio, solo una o dos voces - a lo sumo – quedan salmodiando el cántico.
Cuando empezaba a decrecer el número de corífeos y seguramente alentados por la impunidad del grupo, empezó a sonar de fondo una charanga que cantábamos en los recreos y, que acabó por imponerse a los cantores oficiales:
Que bonito el instituto,
visto desde un aeroplano,
Que bonito es ver caer,
veinte bombas sobre él,
y dejarlo todo plano.
Rodeado de cañones,
y de fusiles también,
con “el pichi” solo dentro,
y nosotros fuera de él.
Mientras doña Margarita - presa de un síncope - era solícitamente atendida por Don Fulgencio, “el Pegaso” expelía sin cesar aire por las comisuras de sus labios, sin saber exactamente a quien dirigir su correctivo.
Una vez concluida la rechifla, el asunto se saldó con una falta de orden colectiva y consiguiente aviso a los padres.
En aquella época las bromas de este calibre - gamberradas en lenguaje oficial – eran siempre consideradas, como delitos de lesa patria.
Una vez concluida la rechifla, el asunto se saldó con una falta de orden colectiva y consiguiente aviso a los padres.
En aquella época las bromas de este calibre - gamberradas en lenguaje oficial – eran siempre consideradas, como delitos de lesa patria.
J. M. Hidalgo