Era viernes, 16 de
octubre de 1959 y comenzaba el 6º curso
de bachillerato que, como todos los anteriores, cursaba en el instituto de
Gaona.
Valga como prolegómeno
mencionar
mi especial visión de don Eduardo García Rodeja en aquellas fechas.
A pesar de haber
superado sin novedad el año anterior sus exigentes criterios en química de 5º
de bachillerato (sobre todo en la orgánica), la figura del ilustre catedrático
me sobrepasaba; sería el prestigio de su magisterio, su fama, su estricta
seriedad o todo eso en conjunto; pero esa impresión –seguramente también porque
sólo tenía quince años recién cumplidos- no era (como debiera haber sido) de
orgullo por disfrutar de tan gran profesor sino de temor, de tensión extrema
que me impedía aprovechar sus lecciones debidamente.
Estábamos en clase de
Física y era más o menos mediodía cuando sucedió:
Don Eduardo, se
aproximó a la balaustrada que rodeaba el
entarimado que marcaba su territorio y, apoyándose sobre ella, pronunció mi apellido añadiendo una frase que
me sonó como una sentencia de muerte:
-¡Levántese!
El mundo se me vino
encima porque no sabía por dónde vendrían los tiros, pero como un resorte,
aunque con las piernas temblando, cumplí la orden;
Don Eduardo levantó la
mano señalándome acusadoramente (eso me pareció) y, con voz estentórea, dijo:
-¡Ahí, ahí donde está
Navarrete, se sentaba mi alumno Severo
Ochoa que acaba de obtener el premio Nobel de medicina de este año!
(Ahora me pregunto si
la prodigiosa memoria de don Eduardo podría recordar el lugar exacto en que se situaba un alumno -aunque fuera
excelente- del año 1921)
Mientras yo no sabía si
permanecer de pie o si sentarme, pero
con el ferviente deseo incumplido de
poder esfumarme, don Eduardo hizo un panegírico del profesor Severo Ochoa y
terminó comentando que -como en aquella época- él continuaba explicando su
asignatura con la misma ilusión, que seguía cantando y bailando la física y
química para hacerla más asequible a sus alumnos.
Han pasado cincuenta y
cinco años de este episodio y todavía
recuerdo aquel amargo momento para mí.
Paco García Aguilar, condiscípulo
y amigo, que lo vivió como espectador me lo ha recordado recientemente.
Por eso lo traigo hoy,
aquí, a colación
En el tema de las relaciones Severo Ochoa-García Rodeja hay más sombras que luces. Me parece muy razonable la pregunta que te haces. Conociendo que sólo le impartió clases un curso y aunque las aulas no estaban masificadas parece difícil aceptar que un profesor pudiera recordar, no ya el lugar exacto en que se sentaba un estudiante, ni siquiera su nombre por muy buen o muy mal alumno que fuera, cuarenta años después. Mi experiencia docente dice lo contrario. Creo que este asunto está necesitado de un análisis histórico riguroso que pienso conducirá a su desmitificación. Claro que hay quien prefiere relacionarse con mitos antes que con realidades.
ResponderEliminarQue don Eduardo García Rodeja ("el Rodeja" para todos nosotros) tenía un fuerte carácter no es ningún secreto. Recuerdo vividamente sus clases. Cuando llegaba el temido momento en que don Eduardo procedía a seleccionar alguno de sus alumnos, para preguntar acerca de los temas de la lección del día, se mascaba en el ambiente un alto grado de tensión.
ResponderEliminarCuando, finalmente, llamaba al elegido, podía oírse un suspiro general de alivio, exhalado por el resto de la clase, que veía temporalmente salvado el pellejo, mientras el llamado subía los escalones que llevaban a la alta tarima del aula de Física y Química, como el condenado que sube al patíbulo. Allí quedaba expuesto a que le pudiera poner un cero elevado a cero, quizá porque al escribir la fórmula del sulfato sódico el alumno escribió SO4 Na (en lugar de SO4 Na2) momento en el que don Eduardo explotaba gritando ¡eso no es sulfato sódico, es SULFATO CATETÓGENO!. La verdad es que sus clases eran muy instructivas y hasta divertidas, una vez que veíamos que no íbamos a ser "victimas" y nos convertíamos en espectadores.
En mi opinión, don Eduardo contenía en su menuda anatomía un enorme ego que, unido a un fuerte temperamento y a un sentido algo teatral en cuanto a la puesta en escena de su magisterio, le convertían en un personaje peculiar.
No me extraña la anécdota de Carlos Navarrete. También estoy de acuerdo con el comentario de Juan Luis Carrillo. Se me ocurre que quizá ese día, y para lucimiento propio, escenificase esa actuación para mostrarse como profesor de un premio Nobel (que sin duda no hubiera jamás alcanzado don Severo Ochoa de no haber sido su alumno.) Por otra parte, como la O de Ochoa va justo detrás de la N de Navarrete, y como nos hacían sentar por orden alfabético , tiendo a pensar que la localización del asiento del premio Nobel era más bien aproximada, y su actuación encaminada lucimiento propio y a alimentar el ego.
En fin, qué tiempos...
Más que una respuesta es una invitación a tí, Antonio Bravo, para que participes como autor en este blog. Siento haberlo hecho tarde.
EliminarSi estás interesado, mándame un mensaje, por favor, a rversan@gmail.com indicándome tu cuenta de correo de Gmail para que te envíe la invitación a ella y convertirte en autor.
Saludos
Es muy plausible la hipótesis de Antonio Bravo, pero aparte de los factores psico-sociales de don Eduardo es posible que también existiera una complicidad institucional que fomentara su ego. Sería algo así como "narcisismo institucional".
ResponderEliminarComienzo al revés, casi.
ResponderEliminarLas apreciaciones de Carrillo me parecen muy sensatas, pero aplicando la "inducción completa", pudiera ser que Rodejas se acordara bastante bien de dónde se sentaba Ochoa. Lo digo porque en el curso 60-61, en cuarto de Bachillerato le ocurrió exactamente lo mismo con mi compañero de clase Meléndez, apellido que también roza ese margen. En aquella ocasión con un ataque de ira que mucho me temo que al pobre Meléndez le hizo aflojar el esfínter; se dirigió a él en un tono y forma indescriptible gritándole : ¡¡¡Usted no se merece estar sentado donde lo hacía el premio Nobel!!!.
Pues la verdad es que en aquella época mi esfínter estaba más tiempo aflojándose que relejado, llegando incluso a un estado de pánico paralizante en las clases del "Padre Potaje". En el caso de D.Eduardo recuerdo a un gran profesor que vivía sus clases una intensidad que no he vuelto a ver y que se preocupaba por conocer las notas de sus alumnos en las demás asignaturas. Es verdad tambíén que daba bastante yuyu y que una vez me dio en la cara con el libro de química abierto por la página en la que se encontraba una fórmula que yo le había dicho no recordar haber visto. Estaba, pero había que despejar lo que él preguntaba y yo no me di cuenta. No recuerdo lo que era, supongo que lo habré olvidado en defensa propia.
EliminarEn cuanto a lo de ocupar el sitio del Sr.Ochoa, no lo recuerdo y no me cuadra. Los tres becarios, Toret, Baena y yo, estábamos sentados en la primera fila a la derecha, delante de los escaloncitos para subir a la tarima y creo que D. Severo se sentaba un poco más atrás.
De todas formas un "aflojamiento" de esfínter más o menos tampoco importa demasiado.
Un afectuoso recuerdo para todos mis antiguos compañeros y uno especialísimo y sentidísimo para D. Fulgencio Egea. Lo suyo era mucho más que dar clases, era puro arte.
Diego Meléndez