domingo, 23 de octubre de 2011

EL EXAMEN DE INGRESO


Si creyese en el destino, pensaría que cuando este decidió que en lugar de destripar terrones, hiciera otras cosas en mi vida, fue el día del examen de ingreso en Bachillerato.

La determinación de que estudiase, la comunicó mi padre a la familia durante la comida de un día del verano de mil novecientos cincuenta y ocho, siendo acogida con entusiasmo por mis cuatro hermanos, pese a que todos ellos seguían trabajando en el campo y ninguno había sido distinguido con tal cosa, actitud que, por cierto, jamás podré pagarles.

En el acto, se suspendió la excursión de aquella tarde con los amigos para bañarnos en el río Guadalhorce y siguiendo instrucciones de mi progenitor, me dediqué a buscar preceptor, el cual encontré en la persona de un maestro nacional que estaba de veraneo, con quien repasaría historia, matemáticas y prácticas de dictado, que era en lo que - en esencia - se basaba la complicación de la prueba. Con todo entusiasmo, desde aquel día me apresté a estudiar, pues ya había cumplido de largo los doce años y lo normal era acudir a ese examen con dos o hasta tres menos.

Y llegó septiembre y con él, el tan esperado día. Mi padre, que por escaldado, no se fiaba de la Renfe - la cual era tan incompetente como sigue siendo hoy - no quiso arriesgarse a salir en el rápido de las siete, que - en teoría - nos dejaba en el centro de Málaga, cuando faltaba aún una hora para el inicio del examen - aunque eso no sucedía jamás - y optó por viajar la tarde del día anterior y pernoctar en casa de una hermana de mi madre, que siempre nos acogía con los brazos abiertos, y donde acabé luego instalándome de ocupa todo el bachillerato.

La noche la pasé con los ojos como un mochuelo, y a las siete de la mañana y no bien mi padre hizo su primer movimiento, salté de la cama como un lebrel y en menos de cinco minutos estaba vestido y arreglado.

Aunque faltaban dos horas, decidimos “irnos acercando al Instituto de la calle Gaona”, y para ello dirigimos nuestros pasos a una cafetería del centro, donde otro hermano de mi madre trabajaba de encargado, y donde además de servir un chocolate con churros magnífico, no nos cobraban jamás. El tío Antonio, nada más saber el motivo de nuestra presencia, nos obsequió con un soberbio desayuno que los nervios no me permitieron ni probar. Y fue entonces cuando sucedió la desgracia...

Mi padre llevaba, para ser usada en tal ocasión, su flamante estilográfica Parker, traída de contrabando - presuntamente desde América - y que resultó ser más falsa que un billete de seis euros, pues descargó toda su tinta en el bolsillo de la camisa, con lo que - además - le dejó esta absolutamente inservible.

Buscando solución al problema, mi tío nos mostró un flamante bolígrafo color negro con muy buen aspecto, aunque – según aclaró – tenía un inconveniente. El problema era que, el birome - este sí americano - había pertenecido a un marino de la Sexta Flota, y llevaba en él impresa, la imagen de una bella joven de rubia melena y brazos en alto, pudorosamente vestida. Cuando se pulsaba para usarlo, la modelo - como por magia - quedaba solo vestida con un pequeñísimo sujetador, que a duras penas lograba esconder sus generosas ubres y una braguita tipo tanga, de menor tamaño que lo que pretendía ocultar, y a la segunda pulsación ambas minúsculas prendas desaparecían por completo, quedando tal y como su madre la trajo al mundo, si bien que con – al menos – dieciocho años más.

Aunque mi tío reconocía que tal utensilio, no era el más adecuado para concurrir a un examen, al no disponer de otro se le ocurrió envolver con papel la parte comprometedora, y luego asegurarla con un elástico. “Si te preguntan, dices que te sudan las manos...” y como la excusa parecía perfecta, y el problema quedaba resuelto, nos encaminamos sin demora al lugar del examen, pues mi padre consideraba que llegar quince minutos antes de la hora, era llegar tarde.

El tribunal, lo componían tres personas, un cura, de dos metros de alto y poco menos de ancho - que era el presidente - y un hombre y una mujer, ella profesora de literatura y él de matemáticas, que actuaban respecto al sacerdote como las polillas con la luz, ya que este solo contaba con ellos, para que asintieran a sus actos.

Con estentórea voz, que debía oírse desde la calle, dictó el clérigo la prueba escrita; una fábula de Samaniego plagada de “bes y uves” y con más de una traidora “hache” entre sus frases. Y en esto estábamos cuando en uno de sus paseos - mientras arrastraba su sotana por el aula, como si fuese una mesa camilla - sus ojos se fijaron en mi enmascarado bolígrafo, y tras inquirir en mal tono ¿A ver, que tienes ahí...? de un manotazo me lo quitó, y en un santiamén, lo había desprovisto del elástico y papel que lo cubría, examinando este último minuciosamente, por delante por detrás y al trasluz, seguramente buscando si en él había algo escrito, que tuviese relación con el examen.

Mientras hacía esto, en su otra mano sujetaba el bolígrafo, desde el cual la yanqui me sonreirá de forma demoníaca, pues el cura, en tanto examinaba el sospechoso trozo de cuartilla, oprimía distraídamente el pulsador del birome, con lo que la rubia – sin él advertirlo – se hallaba en un provocativo, permanente y excitante estriptease.

Paralizado, bañado en sudor de pies a cabeza, e invadido del más profundo terror, acerté a decir con un hilo de voz– Es que sudo mucho....

¡Aahh…! fue toda la respuesta del clérigo, y a juzgar por como me encontraba en aquel momento, no debió costarle mucho el creérselo, devolviéndome goma, papel y bolígrafo acusador, al cual – aún no entiendo como - no miró en ningún momento. De haber descubierto a la descocada rubia gringa, no digo aquel año, sino ningún otro hubiese aprobado mi examen de ingreso, imaginándome para siempre tildado de degenerado, depravado y libidinoso, por aquella vociferante mole ensotanada.

Cuando al atardecer regresamos a casa, en un traqueteante e incómodo vagón de tercera, le pedí a mi padre la papeleta de examen. Bajo mi nombre, figuraba la palabra aprobado, y después el sello y la firma del secretario del tribunal... me sentía el ser más importante del mundo. Lo que no comprendí, hasta años después, fue que - en mi caso - aquello no era una simple papeleta de examen, sino el pasaporte hacia mi libertad.

J.M. Hidalgo

Publicado en http://www.ymalaga.com/blocs/carta+de+barcelona/un-examen-decisivo-lleno-de-anecdotas.37137.html el día 14/04/2010

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