Don Carlos J. Mielgo Hergueta era, en los años sesenta, catedrático de dibujo en el instituto de la calle Gaona de Málaga y al evocar su recuerdo, me llega rodeado de la misma aureola de humanidad con la que en aquellos años lo percibía.
Nunca supe el significado de la “J.” tras su nombre de pila, pero Don Carlos tenía lugar en su persona para todos los nombres y apellidos que hubiese querido, pues sus más de dos metros de altura, iban armonizados con su infinita paciencia para la enseñanza de las artes plástica, que nos hacía llegar a amar. Durante sus clases, era normal verle siempre de pupitre en pupitre mientras con gesto amable, enseñaba aquello que no eramos capaces de plasmar en el papel.
Aunque yo no tenía mala mano para el dibujo, todas mis aptitudes se vinieron abajo el día en que nuestro hombre colocó sobre una plataforma, una palmatoria con una vela y a su lado una granada madura, mientras decía: Hoy vamos a hacer algo distinto... Vamos a pintar la naturaleza viva.
Me quedé ante la lámina sin saber como iniciar la pintura, pues en los dos intentos que hice, el modelo salió desproporcionado y sin perceptiva, por lo que – papel en mano – me dirigí al catedrático en demanda de auxilio.
Don Carlos, tomó mi lápiz y en menos de lo que tardo en contarlo, hizo - como por arte de magia - un diseño que era casi una fotografiá del original, mientras me aleccionaba sobre el punto central, las distancias y las proporciones. Apenas hube de hacer unos cuantos retoques para que la imagen quedase – a decir de los compañeros – perfecta, aunque todo el mérito fuera del maestro.
Pero llegó el tercer curso y con él, el maldito dibujo lineal. El tiralíneas, la tinta china, el cartabón, la escuadra... Desde entonces admiré a los delineantes.
Era espantoso, intentar hacer una simple linea de puntos sin errores o realizar las reproducciones en “perceptiva caballera”, con planta, alzado y perfil... Aún recuerdo con horror, un tornillo exagonal que hube de dibujar, con el que llegué a tener hasta pesadillas nocturnas...
Un día, Don Carlos entró en clase y en tono coloquial nos dijo: Hoy vais a iniciar un dibujo libre, para entregar la próxima semana.
¿Libre... ? - preguntanos - Así es. Pintad lo que queráis y como queráis... Luego cada uno habrá de explicármelo.
Aquel fin de semana, decidí vengarme de la maldita tinta china y usando todas mis acuarelas, me apresté a pintar un cuatro abstracto.
La pintura, era una amalgama de todos los colores imaginables, hechos de forma que no significaban nada, pero que – como todo lo que nada significa – podía ser interpretado de infinitas formas.
El engendro, al que titulé “Génesis”, tenía en su centro un inmenso triangulo - lo único comprensible - del que parecían salir algo similar a rayos y, en su parte inferior, una forma que se asemejaba a una serpiente.
Tu me dirás... - dijo Don Carlos mientras contemplaba aquella incongruencia - Pues verá - comencé - Como su nombre indica, el cuadro representa la creación... Ese triángulo es el ojo de Dios y los colores que mezclados se sobreponen, son el caos de los elementos antes de ser creados por los rayos que salen del ojo divino. Esto de aquí - dije señalando lo que, con mucha imaginación, recordaba a una serpiente - es el pecado, siempre presente en el mundo...”
Don Carlos - más atento a la explicación que al dibujo - escuchaba con una media sonrisa y una vez concluidos mis esotéricos razonamientos, dijo:
- Me gusta tu obra. Tanto que voy a calificarla con un diez... Ante mi cara de satisfacción aclaró - La pintura la puntúo con un dos, el resto es por la explicación... Y luego concluyó sonriendo: - Tu mundo no es el del arte, sino el de la oratoria...
Creo que Don Carlos en lo primero acertó de lleno y, desde ese día, nunca más volví a sentir la tentación de hacer ninguna pintura abstracta, ni de cualquier otra clase...
J.M. Hidalgo
J.M. Hidalgo